La noche en que eso pasó, lo recuerdo perfectamente, estaba obscurísima, no había luna. Bajamos del carro. Uno de ellos forzó los gruessos alambres que hacían de puerta en la vieja cerca, otro de ellos propuso dejar el carro ahí y seguir a pie. Cargando con algunas cervezas, daban la impresión de saber donde estaban, iban relajados charlando en voz alta, confiados, siguiendo el alargado halo de los faros del carro que dejamos prendidos con el fin de que nos guiaran en aquella negrura, cuando cruzamos el límite de aquella luz, nos adentramos a la verdadera obscuridad, seguimos en línea recta hacia la casa abandonada. Casi al momento, algo que no pude identificar me oprimió el pecho y me espantó, pero no les dije nada, No les iba a dar el gusto a los cabrones esos de la tal “darca”. Éramos cinco; Diana, que iba unos pasos delante de mí, sus tres amigos y yo. Apresuraron el paso y me mantuve al ritmo, no veía nada pero no quería quedarme atrás, durante el trayecto, le sacaba plática a Diana, de tanto en tanto, le soltaba alguna frase para hacerla reír o decir cualquier cosa con tal de seguir su voz y su aroma en la obscuridad. Así me aseguraba de que no me dejaran atrás, de que la “iniciación” no empezara sin enterarme.
En algún momento Carlos, el líder, anunciaba que habíamos llegado, y para probarlo, lanzó una piedra que tocó según él, la que llamábamos la casa abandonada, luego dijo: ahora sí pinche Pepe, te llegó la hora. Todos rieron en las tinieblas. Tras la caminada en la angustiante obscuridad, estaba tan agitado que sentía como el corazón; que ya venía latiéndome fuerte, se trasladaba junto con toda mi sangre, en las sienes y en la parte de atrás de la cabeza con un golpeteo tal, que en cierto momento no me dejaba escuchar ni mi propia voz. Un escalofrío me recorrió la espalda y me vi a mi mismo exhalar una especie de vaho a pesar de estar en pleno mes de agosto, resultaba inútil intentar ver algo en aquella negrura, con esos latidos punzando en mi cabeza. Seguían las bromas y los ecos de las risas, el ruido de las botellas al destaparse, Diana me tomó de la mano y recobré un poco la compostura. Con todo, no podía explicarme a mí mismo el motivo de tal turbación pues hasta entonces no había sentido realmente miedo de estar ahí, previo a eso sentía un poco de tedio por tener que pasar la noche con un grupo de amigos que no eran los míos para vivir un supuesto rito de iniciación para una especie de pandilla de la que hasta la semana anterior no había escuchado nombrar y a la cual según Diana, la chica a la que venía cortejando últimamente, si quería andar con ella, debía yo pertenecer.
Esa noche me había invitado a conocer a sus amigos. Con Carlos y los otros dos, según me dijo, se conocían desde siempre. Estando en la secundaria, habían hecho un pacto y conformado un grupo al que llamaban “darca”, que básicamente era un acrónimo con las iniciales de los nombres de sus integrantes, me hablaron de sus rituales, reuniones y cosas que habían hecho juntos que no me parecieron ni muy sobresalientes ni extrañas sino hasta después de la cena, durante la primer ronda de cervezas en un bar, que me sacaron de ahí con el pretexto de hacer lo que ellos llamaron un rito de iniciación y es que así es uno cuando anda quedando, total que te llegó la hora pinche Pepe, dijo Carlos y sus amigos se rieron como los que ríen cuando saben algo que tu no y se jactan de eso y yo, con la mano de Diana tocando la mía así muy suavemente con el halo de su perfume dándome un poco de luz en aquellas pinches tinieblas, mitigaba las risas jactándome internamente del pequeño gran triunfo que representaba para mí que una chica como ella accediera a ser mi novia aunque tuviera que pasar el ritual de sus tres amigotes.
Yo no era un novato, aunque nervioso; sabía dónde estábamos. Lo que ellos llamaban la casa abandonada no era más que una construcción en las afueras de la ciudad y constaba de un par de cuartuchos destartalados, unidos por un pequeño paso de roca, rodeado de un cerco de alambre de púas, en lo alto del páramo que se unía por un terregoso camino vecinal a la carretera. De día, todo esto podía verse desde ahí. Conocía bien el lugar porque solíamos ir a cazar en las inmediaciones. Cuando niño, acompañado de mi padre y hermanos y armados con rifles de postas buscábamos por ahí conejos o liebres, pero nunca había ido de noche, una noche que me sobresaltaba. Carlos y sus amigos se habían asegurado de dejar en el carro celulares, encendedores y cualquier cosa que emitiera luz, argumentando que era parte del rito. Cuando en el camino a uno de ellos se le antojó un cigarro, los otros lo abuchearon, por la falta de encendedor.
Ya en lo que ellos aseguraban que era el frente de la casa, se habló de la falta de encendedores, del miedo a la obscuridad y de otras cosas mientras yo esperaba impacientemente a que decidieran que carajos íbamos a hacer ahí. En la completa obscuridad del lugar, escuchar la sencilla risa de Diana o aspirar la cercanía de su perfume me daba la paz que sólo puede dar un trago de agua al sediento. Ciego de obscuridad me asía a estos pequeños momentos, su risa, su aroma, el toque suave de sus manos… algo. Entre una broma y otra le decían a peque, (como la nombraban de cariño) nada más no te le pegues mucho que no hemos dado permiso y ella: Ni que necesitara su permiso, si lo traje es nomas porque no estén jodiendo, para que lo conozcan y pasemos un buen rato todos juntos. Se reían de nuevo burlándose porque según ellos estaba enamorada, se comentaban todas esas cosas que te hacen sentir que la gente se tiene confianza y se conoce de mucho tiempo pero yo, por alguna razón no acababa de integrarme, algo seguía oprimiéndome el corazón y desconfiaba de las voces de todos menos de la suave voz de Diana. Los escuchaba pasarse las cervezas esperando que todo acabara, expectante de que dijeran si estábamos ahí porque íbamos a hacer algo todos o solo yo iba a hacer algo para merecer su aprobación, no sé, a quedarme en la casa algunas horas, o encerrarme ahí o lo que fuera, para pasar el trámite y que decidieran por fin si era yo digno de salir con la única fémina de tan “distinguido grupo”.
En esas estábamos, cuando escuchamos los primeros ladridos, aislados, seguidos de algún aullido lejano. Carlos y "la peque" aseveraron que eran los perros del rancho del otro lado de la colina, que no estaba muy lejos, los otros argumentaron que se trataba de coyotes. Con los ojos completamente llenos de obscuridad agudicé el oído intentando saber qué era aquello; los ladridos y aullidos que iban aumentando, repitiéndose cada vez más frecuentemente mientras íbamos guardando silencio.
De pronto Diana soltó mi mano y allí, en la contundente negrura en la que hace unos momentos circulaban las risas y las bromas, escuchamos un aullido largo, primero lejos y tras unos segundos muy cerca, cada vez más y más fuerte hasta tornarse en un rugido y convertirse en una especie de grito o lamento que más que de animal, parecía humano, un lamento largo, terrorífico. Lo escuché cerquísima, fuerte, desgarrador, rompiendo el semicírculo que había adivinado yo que formábamos, rodeándonos con una honda que me erizó la piel. Extendí el brazo para buscar a Diana y quedó aleteando en la nada. La voz de Carlos rompió de terror gritando ¡vámonos! ¡Orale! ¡Que nadie se quede atrás! Corrimos sin ver, sin decir nada, sin parar hasta llegar al halo de luz del carro. Subimos todos y tarde se nos hacía para largarnos de ahí.
Mientras recorríamos el camino vecinal para llegar a la carretera se preguntaban unos a otros, a los gritos, con sus lívidos rostros traspasando la obscuridad qué había sido eso, abrumados, maldiciendo, asustados, todos a la vez. Yo, que un rato antes, ya medio dominaba el golpeteo del corazón respondiendo una que otra broma, advertí tenía la mano izquierda en mi boca, tapándola, rígida sin poder moverla para contestar, o exclamar algo, vamos, sin poder simplemente quitármela de la boca. Podía escucharlos a todos vociferar y tratar de entender lo que acababa de pasar, mientras yo, con boca abierta, el rictus como el de un grito sin sonido y mi mano fuertemente tapándola. Todo el rato intentando inútilmente contestar o cambiar de posición
Luego del golpeteo del carro contra algunas piedras y baches del camino, logramos llegar a la carretera que transitamos en el silencio del espanto.
Pude moverme hasta que se vieron las primeras luces de la ciudad y Diana, la peque para sus amigos, tocándome el hombro, me miró haciendo el ademán de que la abrazara, luego pidió que sacaran los celulares de la guantera, y que le pasaran un encendedor para prender un cigarro, todos encendimos uno y fumamos en un silencio que se rompió sólo hasta una cuadra antes de llegar su casa cuando me dijo: Tú te quedas esta noche conmigo Pepe, que para iniciaciones ya estuvo bueno, y ustedes, más les vale que lo acepten o se atengan a que todos nuestros conocidos se enteren cómo esta noche casi se zurran del miedo. A lo que todos se despidieron volviendo a reírse, casi, casi, como se reían al inicio de la noche.
Tiempo después, buscando alguna cosa en Internet, leí que ante la presencia demoníaca, el espíritu se protege inmovilizándolo de boca y manos protegiendo a la persona de decir o hacer cualquier cosa que dañe o ponga en peligro el alma.